Aujourd'hui,
fête des grands-mères, des mères,
des tantes, des marraines...
Como cada mañana, se levantó temprano. Desde siempre había sido ella la primera de la familia en tirarse de la cama y levantar las persianas para que la luz del incipiente día entrara a raudales, alejara los fantasmas de la noche e inundara de alientos renovados toda la casa.
Aquella era una mañana con la singular luminosidad de las frías mañanas de invierno. Miró al cielo, a ese escaso trozo de cielo que le permitían ver los edificios que tenía enfrente pudo vislumbrar los primeros destellos de sol que salpicaban el firmamento de rojizos y añiles resplandores y que tanto le recordaban los amaneceres de su pueblo.
Sin saber por qué, aquella mañana sus pensamientos se refugiaron en aquellos años y se estremeció. Sus ojos se llenaron de nostalgia y le caló la melancolía.
Por primera vez, desde que perdió a su marido, sintió como compañera de desayuno a esta invitada tan poco deseada y contra la que había luchado desde entonces.
- La vida es una lucha - le gustaba repetir a menudo y desde luego que, contra ese desamparo, que aquella mañana se mezclaba con el café y las galletas, se había debatido ya antes.
Y así, casi sin querer o casi sin poder remediarlo fueron pasando, entre sorbo y sorbo, algunos momentos de su larga vida. A sus noventa y dos años había visto mucho, incluso aquello que nunca hubiese deseado ver.
Y se vio de niña con su abuela a la que adoraba; en la escuela, en el recreo jugando con las demás niñas; ayudando a su madre en los afanes cotidianos de la casa; en la tienda de ultramarinos de su tía donde la mezcla de olores a conservas a peso, a vino a granel, a nueces, a especias y a manzanas, la envolvían en vahos casi balsámicos.
Su madre le decía que se parecía mucho a su madrina, que era fina y menuda como ella; aunque ella sabía que le faltaba su coraje. La resolución con la que se había ocupado de la tienda, después de que al tío, su marido, lo mataran en la guerra era digna de admiración. ¡Y de cuánto le sirvió su ejemplo!
También se vio llena de ilusión en aquellos años durante los que “habló” con el que luego sería su marido ¡Qué guapo siempre lo encontró, y qué buen mozo era! Cuando se casaron tuvo que dejar su pueblo e irse al de su marido. Su suegro les propuso que se ocuparan del aserradero familiar; él quería descansar de tanto trajín, le iban faltando fuerzas. Fue su primera marcha, el primer gran cambio de su vida y a pesar de que no estaban lejos y se tuvo que ocupar de ir creando su propio universo doméstico, a veces, le asaltaba la añoranza de no tener a su lado a las mujeres de su casa: la dulzura de la sonrisa de su abuela, el valor de los silencios de su madre, la agudeza de su tía. Aquí fue donde comenzó a admirar la singularidad de la luz de las mañanas y a quedarse sobrecogida ante la hermosura de los albores matinales antes de ir de habitación en habitación para despertar a su familia. .
Luego fueron llegando sus tres hijos, todos ellos varones y esa pequeña frustración por no haber tenido una niña a la que tanto le hubiera gustado lavar, peinar y hacerle vestidos con lazos, como habían hecho con ella su abuela, su madre y su tía. Sin embargo, estaba muy orgullosa de sus hijos, habían sido buenos, muy estudiosos y juiciosos. Ninguno de ellos quiso quedarse en el pueblo y continuar con el negocio familiar, los tres se vinieron a la capital para estudiar, aquí se casaron y formaron sus propias familias, como ella lo había hecho antes.
Un buen día, volvieron los tres a casa por las vacaciones como lo habían hecho desde siempre y les propusieron que para tranquilidad de todos, se vinieran con ellos a la ciudad, en la que ahora se encontraba. Fue su segunda salida.
Les compraron un piso pequeño, - para qué más grande si solo sois los dos, dijeron-, lo amueblaron a su gusto y cuando le preguntaron que qué le parecía, ella dijo que bien; era lo que todo el mundo esperaba, y se guardó para sí lo mucho que echaba de menos los muebles y los cachivaches de su casa que no había podido traerse y que la habían acompañado a lo largo de toda su vida; así como lo mucho que le había costado cerrar su casa y despedirse de sus vecinas, que habían sido casi como sus hermanas.
Poco a poco se había ido familiarizando con estos nuevos enseres con los que compartía tan reducido espacio, como se estaba acostumbrando a la ausencia de su marido con el que había convivido durante sesenta y ocho años. En su matrimonio había sido feliz por momentos, como todo el mundo, en otros había sabido no sentirse desgraciada; en algunos, y como todas las mujeres, se había sentido poco comprendida por su esposo porque ¡cuánto les cuesta a los hombres pensar con el corazón!... Pero sí, podía decir que había sido feliz.
Y aquella hermosa mañana de invierno en la que el frío quedaba al otro lado del cristal, tras dar el último sorbo a su café,- se dijo-, que a su edad, ya sabía que somos solamente beneficiarios temporales de cuanto nos rodea y que, en estos momentos, no podía conceder que su aliento se diluyera como un azucarillo entre los posos del café. Ver amanecer cada mañana era el mejor de los regalos que le podían brindar ahora sus ojos; todavía le quedaban energías para levantar la persiana y ver el rubor de la mañana.
– Vamos Rosalía -se animó-, tus bisnietos te aguardan.
Covadonga Vicente.
*Los albores de una vida, relato finalista de "Relatos cortos".