** Cortesía de Àlex Bauzà |
HOTEL SELENIA
Mientras recorría el largo pasillo que llevaba a su habitación, el señor A. trató de recordar los muchos lugares que le habían acogido durante su vida, pues la suya había sido una vida nómada, instalada en un perpetuo desplazamiento de hotel en hotel, de habitación en habitación, de aeropuerto en aeropuerto. Cincuenta años viajando le habían brindado la ocasión dormir en pensiones porteñas y en suites parisinas, en albergues en Nairobi y en hostales en Coimbra.
El señor A. había vivido los hechos más relevantes de aquel medio siglo siempre en algún lugar de paso. Estando en Bogotá se enteró de que el muro de Gaza había caído, y oyó la noticia del atentado nuclear de Ankara mientras se hospedaba en un hotel berlinés. Sobrevolando Canadá asistió al final de la guerra civil china y fue en un televisor sirio donde vio al hombre pisando por primera vez la roja superficie de Marte. Pernoctando en Barcelona supo que había sido padre por segunda vez, y fue en un hotel moscovita donde leyó el correo que le decía que su hermano había muerto. En dos mil treinta y siete celebró su vigésimo aniversario de boda en Bolonia y a finales de ese mismo año se despidió de la única mujer a la que había amado en el vestíbulo de una torre de cristal en Shangai. El señor A. había pasado los días más felices durante un verano en los Alpes eslovenos y la noche más triste que podía recordar en un apartamento a orillas del lago de Constanza. A lo largo de sus muchos años viajando, había aprendido a hablar neoinglés y coreano, y a defenderse bien en indio, alemán y en hispano global, y aunque no era un amante de las lenguas sabía que todas tienen hermosas palabras que no pueden ser traducidas. Todo eso pudo recordar el señor A. mientras recorría el largo pasillo que llevaba a su habitación.
El mundo es un lugar enorme que cabe en un espacio muy reducido, se dijo el señor A. mientras entraba a oscuras en la habitación número 712. Todos los desiertos, prados y cordilleras; todas las ciudades, con su bullicio y sus rincones desolados; todos los océanos y playas y los bosques oscuros, llenos de olores, sonidos y colores singulares, todo cabe en el escaso hueco contenido en un cráneo. Lo leído, lo vivido y lo soñado; lo sabido y lo olvidado, todo se encuentra aquí dentro, pensó, y recordó que el número de neuronas de un cerebro humano es próximo al de estrellas que brillan en una galaxia como la nuestra. El mundo es enorme y su recuerdo cabe en un espacio muy pequeño, pensó el señor A., y pulsó el botón que abría la persiana metálica del ventanal de la habitación 712. Lentamente, la luz exterior fue colándose en todos los rincones del habitáculo hasta llenar también la mirada del señor A. Eran las tres y media de la madrugada, pero en el vasto desierto que se extendía ante sus ojos la arena brillaba con un extraño resplandor plomizo. Allí afuera sólo hay piedras y silencio, murmuró, y sonrió al pensar en la intuición del astrónomo que varios siglos atrás, antes de que nadie hubiese visto lo que él veía ahora, bautizó a aquel lugar como Mar de la Tranquilidad. Desde su ventana, el señor A. observó la densa oscuridad del cielo lunar y luego dirigió su mirada hacia la esfera azulada que flotaba en aquella negrura insondable. Desde aquí arriba la enormidad del mundo apenas parece nada, pensó el señor A., y contempló el resplandor plateado del sol sobre el océano Atlántico a través del velo de las nubes y el pardo contorno de los continentes en medio del azul profundo de los mares. Pudo ver la agrisada mancha que cubría la estepa rusa y el pellejo ocre de la península arábiga, el turquesa intenso del lago Baikal y la sombra verde que cubría el centro de África, y miró estupefacto la delicada belleza de la tormenta que cubría toda la mitad norte del continente europeo. Mirando a través del ventanal de la habitación del hotel lunar Selenia, el señor A. recordó cómo le gustaba dar vueltas y vueltas al globo terráqueo que su padre tenía sobre la mesa de su despacho y leer los nombres de ciudades, mares, ríos y cordilleras que por entonces eran para él simples puntos negros perdidos en una maraña de palabras sin significado. El mundo es un lugar diminuto suspendido en la inmensidad del vacío y sin embargo es todo lo que tenemos, pensó el señor A., y por primera vez en los últimos cincuenta años sintió que allí, en aquella esfera azulada, estaba el lugar en el que había transcurrido toda una vida viajando sin descanso, el lugar en el que había visto salir y ponerse el sol, amado y llorado, dormido y pasado noches en vela, el lugar en el vivían y vivieron todos aquellos a quienes quería, el lugar enorme y a la vez diminuto al que, desde aquel silencioso desierto de plomo, reconocía por primera vez como su hogar.
Àlex Bauzà, Hotel Selenia
* Hotel Selenia ha sido presentado en un concurso literario.
** Fotografía. Vista de la superficie lunar tomada por la misión espacial Apolo XVII.
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