Esto es lo que tiene el calor que, al dormir con las ventanas abiertas, la mañana llega más pronto.
A las primeras luces, la naturaleza ya está despierta con todo su nervio y mil y una sinfonías polifónicas se suceden. Unas veces, el allegro lo abren los gallos de la huerta de Pilar que se traen tremendas conversaciones, a pleno pulmón, con los del corral de la vecina. Otras son las campanas del convento de Santa Clara que está pasado el río, las que se siente tocar, quién sabe si a Laudes o a Prima. Con estas cantatas, es difícil volverse a dormir y quedarse en la cama, por esto me levanto, tiro de la persiana y sigo la misma rutina de todo los días: me asomo y miro, primero hacia el este y, unas veces me encuentro que la línea horizontal ambarina se despega suavemente del manto marino de la noche; otras que la bola anaranjada ya ha superado los tesos y emite sus briosos rayos incandescentes que se posan sobre los campos ya segados, sobre los esbeltos cipreses del cementerio o sobre los esmerados sillares de la iglesia de Santiago que los rebotan hacia las paredes de las casas colindantes que todavía no los sienten tórridos como los del mediodía. En medio, por el cauce del río, las brumillas matinales refrescan el ambiente y difuminan el paisaje. Y debe de ser, sin duda, ese frescor de la mañana el que anima a las cigüeñas del campanario a unir su crotorar al cantar porfiante de los gorriones y al cucar de un cuco rezagado, que se retira ya hasta la noche.
A las primeras luces, la naturaleza ya está despierta con todo su nervio y mil y una sinfonías polifónicas se suceden. Unas veces, el allegro lo abren los gallos de la huerta de Pilar que se traen tremendas conversaciones, a pleno pulmón, con los del corral de la vecina. Otras son las campanas del convento de Santa Clara que está pasado el río, las que se siente tocar, quién sabe si a Laudes o a Prima. Con estas cantatas, es difícil volverse a dormir y quedarse en la cama, por esto me levanto, tiro de la persiana y sigo la misma rutina de todo los días: me asomo y miro, primero hacia el este y, unas veces me encuentro que la línea horizontal ambarina se despega suavemente del manto marino de la noche; otras que la bola anaranjada ya ha superado los tesos y emite sus briosos rayos incandescentes que se posan sobre los campos ya segados, sobre los esbeltos cipreses del cementerio o sobre los esmerados sillares de la iglesia de Santiago que los rebotan hacia las paredes de las casas colindantes que todavía no los sienten tórridos como los del mediodía. En medio, por el cauce del río, las brumillas matinales refrescan el ambiente y difuminan el paisaje. Y debe de ser, sin duda, ese frescor de la mañana el que anima a las cigüeñas del campanario a unir su crotorar al cantar porfiante de los gorriones y al cucar de un cuco rezagado, que se retira ya hasta la noche.
Después ya miro de frente, delante de mi ventana para distraerme con la bandada de golondrinas que no deja de piar, mientras se entrega voluntariosa a sus piruetas voladoras y se acercan a los nidos que están encima de mi ventana y que tanto enfadan a mi madre porque: "lo manchan todo, los cristales, el alfeizar..."
Durante los instantes que se prolonga esta instantánea, voy respirando las fragancias a paja, a alfalfa recién segada, o a esencia de anís de los bollos recién horneados de la panadería de Elías .
Esta estampa de sosiego y placidez la rematan tres palomas que se refrescan con las gotas condensadas del rocío matutino en el borde de los tejados de las cocheras del patio.
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