"EL SABER SE DEBE TANTO AL INGENIO COMO AL GUSTO."









sábado, 1 de marzo de 2014

BOCADILLO AL SOL


Tendría que escribir sobre los dos libros que leí en Navidad y sobre la última película que vi hace dos semanas antes de que se me olviden, pero ahora, me apetece contar algo muy diferente.
Una vez al mes más o menos, al mediodía, tengo un curso que me hace acercarme hasta el barrio antiguo. Andar sus calles llenas de animación, tiene un regusto extraordinario; aquí la vida colorida, cosmopolita  no sale de la calle y no das abasto:
En los balcones, persianas que cuelgan por la baranda, disimulan ropa tendida de cortes dispares, de  hechuras distintas, de  tejidos brillantes.
En las ventanas, cortinas dispuestas de la manera más original, parece que escondan ojos que curiosean en el interrumpido transitar.
En las tiendas de ultramarinos que se prolongan en las aceras, los dependientes de infinitos ojos negros se parecen todos.
Los bares de siempre rotulan más moderno, más limpio, más abierto…
Y, qué decir de las gentes que surgen de los portales, de los callejones y bocacalles e irrumpen en la calzada. Razas, lenguas, religiones y confesiones deambulan por el pavimento sin chocarse, sin salirse del bordillo, sin armar remolinos; solo les roza el aire que comparten.
Cuando llego, a estas calles, es mediodía, bueno las tres de la tarde y como sé que ese día no tendré suficiente rato para sentarme a comer, me preparo un sándwich mixto y despacio, lo voy comiendo por la calle, como los turistas. El otro día, llegué con tiempo y como no había acabado todavía, busqué, antes de subir, un banco para  terminar mi frugal tentempié. Vi uno de varias plazas, pero al acercarme, me di cuenta de que la señora que lo ocupaba, hablaba con su amigo más íntimo; se levantaba y gesticulaba, como si lo tuviera delante. No quise molestar y  la dejé que siguiera con su sostenida conversación, no era plan interrumpirla.
Justo un poco más adelante, había otros dos asientos individuales: uno lo ocupaba un señor, el otro estaba libre y como además, le daba un poquito el sol, me pareció ideal para terminar mi panecillo. Allí me senté y enseguida, el señor del otro banco se puso a hablarme. Dijo algo y luego, uno de tras de otro, un raudal de chistes y chascarrillos, de agudezas y juegos de palabras de los que hacen reír con ganas. Mi espontáneo e inesperado humorista, me preguntó mi nombre; saltaba a la vista que este señor de gafas de miope y visera era de los que les gustaba hablar con la gente, llamarla por su nombre y no solo mirarla. Tan hábil  fue que, sin mucho más esfuerzo, me metí de lleno en un sorprendente e hilarante diálogo y como si las tuviera preparadas para que cayera, le hacía las más ingenuas preguntas; para las que él, satisfecho, tenía las más maravillosas e ingeniosas de las soluciones con mirada y sonrisa socarronas incorporadas porque, debía de saltar a la vista, que algunas de sus cuchufletas no las entendía, por las carcajadas que soltaba yo, que era la que se reía; él, serio como una patata.
Se me hizo breve el tiempo de espera. Le dije que me tenía que marchar, que había sido un bocadillo de lo más agradable y le pregunté cómo se llamaba – Juan María, me respondió-. Me pidió que volviera, le prometí hacerlo, a lo que él, enseguida me corrigió, diciendo que no lo prometiera, que dejara intervenir al azar, al destino.  Así quedamos.
Me despidió con un piropo de los de aúpa, su especial traca final  antes de dejar caer el telón.
Vítores, aplausos y ovaciones para ti, Juan María.

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