"EL SABER SE DEBE TANTO AL INGENIO COMO AL GUSTO."









domingo, 6 de marzo de 2016

DE ALMENDROS Y MELANCOLÍAS

Siempre me topo con la misma imagen cuando bajo del páramo y, últimamente, es la misma que me llevo cuando me voy. La bella Torre de Santa María me devuelve a casa o me despide de ella.
Cuando llego, el aire me recibe ligero, fresco, perfumado a limpio y es el mismo que retengo cuando marcho a media mañana; lo llevo también en el rostro, esta vez un poco más frío. Es lo que tiene el invierno; aunque este invierno, hasta ahora, está siendo liviano tanto, que se han despertado exuberantes, los almendros de La Viña Grande cuyas delicadas flores desbordan el murete de piedra que las guarda de las miradas atónitas de los coches de la carretera. Fue mi padre quien me dijo que así se llama esta finca de la entrada del pueblo porque yo no la situaba.
El camino sube hacia la meseta y, de vez en cuando, se vuelven a encontrar estas flores rosa nacarado  de algún árbol solitario en mitad de los campos yermos todavía o de otros juntos, de dos en dos, sobre los que reposan las miradas admiradas de los viajeros. Y así hasta llegar a Coruñeses que, uno tras otro, remarcan las lindes del caserio de Ch. S. que tanto aprecio se tenían con mi padre. Dos hombres que sentían campo, dos cazadores de escopeta y perro pointer que todos los lunes de invierno, se buscaban para echar una parlada sobre las piezas cobradas el domingo. Mi padre cazaba más. Chuchi, aunque las veía más claras, acertaba menos. "No hay que precipitarse, hay  que apuntar bien antes de tirar"- aconsejaba mi padre a este hijo de señorito que ahora trabajaba, él mismo, sus tierras. Debía de ser este contacto con el barro de los terrones que le hacía bien sencillo.
Del otro lado de la carretera, por la antigua vía del tren, los árboles retorcidos por los años amarran las quebradizas flores que los rejuvenecen. Esta era la panorámica que veía mi padre todos los días cuando esperaba, en la cabina, los camiones para cargarlos de piedra.
A la hora de comer, se le acercaba Germán que venía de sembrar y charlaban sobre las veces que se había  tenido que bajar del tractor para retirar las muchas piedras que salían de esta árida tierra y que luego, había amontonado. Después,  a media tarde, y antes de volver a casa, llegaba Emilia, su mujer, a saludarlo a la vez que recogía a Rogelio y Rocío que venían del colegio. Así un día y otro día hasta forjar una amistad sincera, fraguada cerca de los almendros de esta tierra desacostumbrada para unos ojos que añoraban haciendas cacereñas, a las que volverían antes de lo que habían pensado.
Y allí, en Coruñeses, siguió mi padre, más solo desde luego, pero siempre a la espera de la llegada de las precoces e intrépidas flores de los almendros que desafían las heladas de marzo y que anuncian el pausado despertar de la vida en primavera.

* Medina, del 12 al 15 de febrero 2016.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Es precioso! Haré que les llegue a mis padres y, si me das permiso, me gustaría compartirlo en mi Facebook.
Un beso.