La vieja mujer, al acercarse a su casa, se encontraba sin darse cuenta bajo el poder de las fuerzas que se habían manifestado en Stalingrado, aquel lugar donde ella había trabajado, criado a su nieto, escrito cartas a sus hijas, enfermado de gripe, se había comprado zapatos.
Pidió al conductor que se detuviera, se apeó del vehículo. Abriéndose camino con dificultad a través de la calle desierta, todavía sembrada de escombros, contemplaba las ruinas y reconocía vagamente los restos de las casas vecinas a la suya.
El muro de la casa que daba a la calle todavía estaba en pie y a través de las ventanas abiertas, Aleksandra Vladímirovna entrevió con sus viejos ojos hipermétropes las paredes de su apartamento, reconoció la pintura azul y verde descolorida.[...]
Con una fuerza brutal que le sacudió el alma, percibió toda su vida: sus hijas, su desdichado hijo, su nieto Seriozha, las pérdidas irreparables y su cabeza gris, sin techo. Una mujer débil, enferma, con el abrigo raído y los zapatos destaconados miraba las ruinas de su casa.
¿Qué le deparaba el futuro? a sus setenta años, era una incógnita. "Queda vida por delante", pensó Aleksandra Vladímirovna. ¿Qué sería de aquellos que amaba? No lo sabía. Un cielo primaveral la miraba a través de las ventanas vacías de su casa.
Vasili Grossman, Vida y destino.
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