Tanto Zóbel como Chillida iniciaron su desarrollo artístico desde una cierta soledad y en un contexto difícil. A principios de la década de los cincuenta Chillida concibió sus primeras esculturas en yeso y piedra, que desembocarían posteriormente en obras como Lurra-16 (Tierra-16) (1978), Lurra G-326 (Tierra G-326) (1995) o Lurra M-20 (Lurra M-20) (1995), que conservan y repiensan la corporeidad y el repliegue de formas características de aquellas figuras primeras. Paralelamente, Zóbel transitaba entre la figuración y la abstracción después de haber tenido la ocasión de contemplar el desarrollo del expresionismo abstracto.
A partir del descubrimiento de la obra de Rothko en 1955, Zóbel redujo el contenido de sus cuadros a lo esencial, tanto en la composición y la temática como en el uso del color. Esto daría lugar a las Saetas y a sus primeras pinturas de restricción cromática, conocidas bajo el nombre genérico de Serie Negra, de la que forman parte algunas de las obras expuestas, como Aquelarre (1961) o Segovia II (1962). Alfonso de la Torre nos hace notar que: ‘‘En las Saetas pareciere Zóbel coincidir con Chillida, en el aspecto del trazo escritural negro elevado en el lienzo, derivando ambos sus búsquedas a una cierta grafía que tentara comprender nuestra conciencia, el ritmo del transcurrir. […] Pueden comprenderse como acordes visuales que tiemblan entre la levedad y la gravedad, en movimiento […]’’. Fue su paso definitivo a la abstracción.
El artista hispanofilipino evolucionó hacia el estudio de la luz y la evocación del recuerdo, tanto el propio como del espectador. Él mismo explicaba que: “[…] esencialmente estoy hablando de la luz, de formas grandes y de formas pequeñas, de lo que está lejos y de lo que está cerca. Sobre todo creo que hablo de recuerdos”1. Las obras de esta segunda época se caracterizan por la reintroducción del color —ahora simbólico—, que constituye la base para la construcción del cuadro. En piezas como Canción protesta III (1968) podemos ver cómo las formas emanan de su coloración y se desdibujan hasta fundirse con el fondo, de tonos más claros y cada vez más neutros, que acabarían dando lugar a la denominada Serie Blanca, a la que pertenecen obras como La plazoleta (1975).
La luz fue también uno de los grandes temas en las obras de Chillida. En su caso son juegos de materia y vacío en los que la luz nace, incide y se convierte en generadora de espacios y volúmenes. Además de las lurra, también puede observarse en las obras expuestas en acero como Yunque de sueños XIX (1998), Besarkada V (Abrazo V) (1991) o el bronce Hierros de temblor III (1957). Sin duda, el tratamiento que hicieron de esta luz y la delicadeza de sus creaciones hace que éstas contengan un alto valor poético.
** Sobre esta exposición me enteré de forma casual y me trajo a la memoria muchos recuerdos. A Chillida lo conocí cuando, al lado de la iglesia de San Pablo de Valladolid, pusieron una de sus esculturas. Hace muchos años de eso. Cuando pasaba por allí, me llamaba mucho la atención, la manera que este escultor tenía de retorcer el material, pero sin violencia porque su escultura es abierta.
De Zóbel, no recuerdo bien el momento en el que supe quién era, pero si recuerdo la magnífica exposición que vi, hace 10 años, en Cuenca, en el Museo de arte Abstracto. Recuerdo que fue una iniciativa mía y que al final, me regalaron un sobre con unas preciosas acuarelas de Fernando Zóbel, que guardo con mucho cariño, a pesar de todo. Con esta exposición, el pasado que vuelve de nuevo, aunque no del todo, -menos mal- porque de Zóbel no había vuelto a ver nada expuesto y este encuentro con Chillida y algunas de sus obras, me parece todo un acierto, especialmente porque aquí el tamaño de las piezas del escultor lo hace más humano y menos frío. La vida pasa, los recuerdos reviven y el arte queda.
De Zóbel, no recuerdo bien el momento en el que supe quién era, pero si recuerdo la magnífica exposición que vi, hace 10 años, en Cuenca, en el Museo de arte Abstracto. Recuerdo que fue una iniciativa mía y que al final, me regalaron un sobre con unas preciosas acuarelas de Fernando Zóbel, que guardo con mucho cariño, a pesar de todo. Con esta exposición, el pasado que vuelve de nuevo, aunque no del todo, -menos mal- porque de Zóbel no había vuelto a ver nada expuesto y este encuentro con Chillida y algunas de sus obras, me parece todo un acierto, especialmente porque aquí el tamaño de las piezas del escultor lo hace más humano y menos frío. La vida pasa, los recuerdos reviven y el arte queda.
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