De fondo, el sordo rumor de la contienda del Líbano de 2006, en la que Israel luchó contra Hezbolá, su enemigo declarado. En primer plano, un enemigo no declarado, y por ello más insidioso y letal, menos reconocible porque viene del bando propio. Un fuego amigo, en definitiva, que se transfigura en los desmanes de los superiores y en las tropelías de los iguales, con los consiguientes, e incesantes, ataques de ansiedad de la protagonista, exacerbados por el tedio de las rutinas, las guardias y los hedores de todo tipo: desde la transpiración en los dormitorios hasta la fritanga durante los turnos de cocina. Pero, en medio de ese ambiente opresivo y hostil en el que la humillación y el escarnio, en todas sus formas posibles, son moneda corriente, la peor degradación es la falta de intimidad, y, en última instancia, la supresión de la individualidad. En La soldada, un libro irreverente, antibelicista, desprovisto de cualquier ensalzamiento patriótico, se aborda la cuestión de la salud mental de aquellos sobre quienes de continuo se cierne la amenaza de una guerra inminente. Un novedoso enfoque que le ha valido a su autora los elogios de la crítica israelí.
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