“La vida es como el ir a la tintorería. Siempre hay algo que llevar o algo que ir a recoger”. Esta comparación la oí, hace un tiempo, a una persona de armoniosas reflexiones y que estos días, en los que el otoño se ha definitivamente instalado, me ha venido a la memoria al ir cambiando las prendas ligeras y frescas que durante estos meses han ocupado cajones, estantes y perchas del armario, por otras más gruesas y abrigadas.
Está comparación se podría hacer un poco más extensible y decir que la vida es como una casa, siempre hay algo de lo que ocuparte, nada está del todo terminado. Unas veces sólo te ocupas de los quehaceres cotidianos, otras te toca hacer más a fondo alguna parte, algún rincón que el trajín diario te ha hecho relegar para mejor ocasión, pero tarde o temprano hay que vencer la pereza, la desgana e incluso la desidia y ponerte a ello porque hay tareas que no se pueden delegar.
Es entonces cuando te das cuenta de que cada labor, cada gesto, por pequeño que sea, tiene su significado dentro de la armonía del conjunto.
Cuando por fin terminas de colocarlo todo, echas un último vistazo y te das cuenta de que algo ha cambiado. Las prendas, que ahora ocupan ese mismo espacio, son más voluminosas, que los colores alegres y luminosos han dado paso a otros menos llamativos e incluso algo más serios, que la nueva estación nos obliga a vestirnos y hacer cosas diferentes.
Y es, al cerrar el armario, cuando recuerdo los versos de Luis Rosales, de La casa encendida:
Sí, allí estaban los muebles,
Allí estaba el armario,
Los trajes, los silencios y los sombreros sucesivos...
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