Las macilentas luces de las farolas de la ciudad comienzan suavemente a incorporarse a los delicados azules y rojizos del ocaso. Una ligera brisa agita las copas de los árboles. Las hojas, que la reciben reconfortadas después de haber soportado los rigurosos calores de la jornada, traspasan unas a otras este alivio como si de una dulce melodía se tratara. Las gentes también agradecen este liviano refresco y salen a las calles a pasear, a los parques y jardines; o a las terrazas de los bares que se inundan de conversaciones ligeras, de risas espontáneas, de confidencias memorables.
Los que llegan ya cansados prefieren aliviarse en casa: levantan las persianas que hasta entonces habían protegido la casa del recio calor y dejan mecer los visillos mientras las estancias se refrescan, hastiados de la presunción del aire acondicionado del despacho.
Las habituales conversaciones familiares se sienten al lado sin querer, las llamadas de final de la jornada se vuelven igualmente indiscretas, los programas de las teles resuenan en las aceras.
Venus ya centellea en el lejano firmamento...
...Y poco a poco, la plateada luz de la luna que se filtra por los abiertos ventanales, apaga las lamparitas y proyecta envolventes y sutiles sombras en las alcobas de las que se escapan gemidos de amor, gemidos de goce, gemidos de retoce que destilan las tórridas noches de verano.
Y cuando Venus brilla,
dulce, imperial amor de la divina tarde,
creo que en la onda suena
o son de lira, o canto de sirena.
Y en mi alma otro lucero como el de Venus arde.
Rubén Darío.
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