Placeres.
Será por eso que nadie quiere morirse, porque al final de la vida contemplar la salida del sol un día más tiene que ser un placer tan fuerte como el que te proporcionó el primer beso de aquella niña.
Llega un momento en que los mortales se agarran como pueden a cada amanecer. Aquellos labios que sabían a fruta todavía un poco ácida serán sustituidos cada mañana por la nueva luz que llega hasta tu cama. Tal vez aspirar el perfume de una rosa con el tiempo sustituirá a aquel instante en que tu novia consintió en sentarse contigo por primera vez en la última fila del cine. Pudiste creer que no había en el mundo nada más excitante que aquel deseo en la oscuridad pero de pronto descubres que ahora lo cambiarías por una buena ensalada. Si se trata de vivir peligrosamente dime quién arriesga más, el joven escalando una pared del Everest o el viejo sentado en un sillón de orejas; a cuál de los dos le ronda más cerca la muerte. Sin duda la muerte le sopla al viejo en la nuca su hálito de nieve forzándole a batir diariamente el récord de vivir lo mas pegado posible a la eternidad. No hay deporte más duro que esos últimos cien metros lisos. Cada edad tiene sus naipes que jugar, puesto que la vida no es sino una forma de ir sustituyendo unos placeres por otros, la carne de novia por la de novillo, el levantamiento de pesas por la lectura de unos versos de Eliot, sin que la gloria se quiebre. Entre todos los placeres tal vez uno muy grande sea ese de llegar a la suprema sabiduría de no entender ya nada de lo que pasa. Ese estado de gracia es otra forma de naturaleza. Frente a la estupidez humana, una sonrisa irónica; frente a la catástrofe planetaria, una leve mirada al cielo sin pedir explicaciones; frente a la injusticia o el crimen más execrable, el gesto impasible de la inocencia. Cada mañana la luz del sol establece en la ventana un asa donde agarrarse. Hoy mismo un adolescente acaba de descubrir por internet el primer sexo cibernético, un joven que practica el deporte de riesgo se ha tirado con un ala delta por un acantilado, un especulador en bolsa ha ganado cien millones en una hora, un viejo ha sentido el aroma de café al despertar y viendo el sol de primavera en la ventana se ha llevado la alegre sorpresa de no haber muerto. Nadie sabe cual de estos placeres es el más fuerte.
Manuel VICENT. El País.
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